La mirada

La mirada

Empieza en tus ojos, y lo dejo de un lado,
no deseo ofender,

ni equivocarme mucho menos.
La mirada de un hambre, una determinación
tan viejas como la especie.
Irracional, me riño,
In dubio pro reo.

Este principio no lo puedo ignorar,
es parte de mi ser,
y escucho,
bajados los escudos,
tus palabras,
tus halagos,
tu “¡Eres un genio!”
tu “¿Cómo sabes eso?”
Bálsamo pal yo,
Lubricante pa su id.
Y nada pienso,
oigo sin más el qué,
y no hago caso del cómo.

        (del por qué sólo
me enteraré después)

 

“Baby"

una y otra vez.
“Baby”
como puntuación oral.
“Baby”
Seguramente una cosa cultural,
un afecto amistoso, pienso,
y lo entierro en una niebla líquida.
Disfruto la noche,
durmiéndose el instinto.

Una mano
dura, seca, implacable
me saca de la niebla,
saludándome el pecho,
el puño se cierra
se abre
se cierra
cada vez más duro.

          (“Baby”)


Sormuda quedo,
paralizada.
Me río como para negar lo que sucede,
para que no se incomoden los otros,
porque una chica buena no hace teatro.

Ni un

          (“¿Qué te imaginás?”)
Ni un

          (“Quitame la mano de
encima si la querés guardar”)

Ni siquiera un

          (“No.”)
se me ocurre.
Mi lengua tan áspera
está de vacaciones,
y el instinto sigue roncando tranquilamente.


Por debajo de la mesa
su mano se declara titular de la mía,
llevándola al sitio que le convenga.
Con esa mirada de acero que ya veo,
y la voz de culebra que ya no ignoro.
Por fin, resistencia, aunque pasiva

          (“¿Por qué no te
sientas acá, baby?”)

logro,
pero mi voz no lo quiere delatar,
que esa mirada ya está adentro de mi santuario,
ya no tengo refugio.

El temor se instaura,
y me quita la ceguera.
Miro a la culebra invitada
con ojos de ratón,
evadir,
evitar,
alejarme,

          (juntos ya son casi un
“defenderme”)

pero no me dejo oír.

 
Desaparece la culebra,
dejándo señas de agradecimiento
como cualquier buen huésped.

 
Pero aun yéndose se quedó.

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